En esta sociedad de la teatrocracia no podemos olvidar el papel principal del consenso del bien y del mal, que es lo que marca los roles teatrales. Una figura poco denunciada aún es la de posicionarse como víctima como bien ilustraba el bueno de Todorov en su Abusos de la Memoria:
“¿Qué podría parecer agradable en el hecho de ser víctima? Nada, en realidad. Pero si nadie quiere ser una víctima, todos, en cambio, quieren haberlo sido, sin serlo más; aspiran al estatuto de víctima. La vida privada conoce bien ese guion: un miembro de la familia hace suyo el papel de víctima porque, en consecuencia, puede atribuir a quienes le rodean el papel mucho menos envidiable de culpables.
Haber sido víctima da derecho a quejarse, a protestar y a pedir; excepto si queda roto cualquier vínculo, los demás se sienten obligados a satisfacer nuestras peticiones. Es más ventajoso seguir en el papel de víctima que recibir una reparación por el daño sufrido (suponiendo que el daño sea real): en lugar de una satisfacción puntual, conservamos un privilegio permanente, asegurándonos la atención y, por tanto, el reconocimiento de los demás”.
No es el único, otros autores como Giglioli en su “Crítica de la víctima”, denuncian los incentivos perversos que la sociedad actual promueve para que cada sean más quiénes quieran posicionarse como víctima: “si solo tiene valor la víctima, si esta solo es un valor, la posibilidad de declararse tal es una casamata, un fortín, una posición estratégica para ser ocupada a toda costa”.
¿Por qué cada vez hay más victimismo en la sociedad?
Yo veo dos causas muy claras, la primera que la he esbozado arriba es que el beneficio que hoy ofrece ser percibido como víctima en la era de la economía de la atención. La segunda es que claramente nuestra sociedad está infantilizada.
Los beneficios de posicionarse como víctima en la economía de la atención
Vivimos en una gloriosa época racional, conscientemente competente e inconscientemente incompetente. Es tan racional que estamos mercantilizando las emociones como nunca antes (y eso que siempre hemos tenido mecanismos como las creencias compinches para mitigar las disonancias cognitivas).
Tanto Todorov, como Giglioli, hablan largo y tendido sobre esta mercantilización de la sensación de ser víctima (se sea o no consciente de ello), explicando un fenómeno que se ha convertido en exponencial. La rueda de privilegios por la sobreactuación en torno al consenso no es nueva, pero gira hoy muy rápido.
La paradoja de la emocionalidad de nuestros días… es que en la economía de la atención, sacas más beneficios posicionándote como víctima y mercantilizando socialmente ese papel, que con el rol de héroe o de ganador.
La infantilización de la sociedad: gran parte de la población no es capaz de controlar sus emociones
Además de la pata mercantil, no es casualidad que muchos se sientan víctimas, no por el beneficio social, sino por pura inmadurez. Y si, considero que alguien que no es capaz de controlar sus emociones es ciertamente una persona inmadura.
El problema es que los inmaduros no sólo pueden, sino que querrán imponer su visión del mundo al resto. Así lo explicaba el prestigioso Psicólogo Robin Skinner: que “If people can’t control their own emotions, then they have to start trying to control other people’s behavior”.
Que hoy nos gobiernen aquellos que no controlan sus emociones es un problema enorme. El humorista John Cleese trasladaba la gran diatriba que supone eso en su área porque precisamente, para él, “All humor is critical”.
Resulta paradójico que en la sociedad actual, tan preocupada y sensible con tantos problemas, tan preparada, y sin haber pasado las penurias de generaciones anteriores, haya tantos ofendidos. Aunque no es tan paradójico, hoy sentirse víctima (que no es lo mismo que ser), tiene claros beneficios
Lo que cuenta aquí Cleese no es más que un fiel reflejo de la infantilización de las sociedades occidentales. Madurar implica dominar las emociones, no negarlas. Ofender, supone hoy un acto de libertad enorme.